Cuento: La Dama Misteriosa
Aquí les dejo mi último cuento. Espero les guste.
El sol empezaba a caer en el horizonte y regalaba una hermosa gama de colores. Detrás de mí; la oscuridad tomaba control del cielo y algunas estrellas como finos puntos de luz se dejaban ver. Las olas rompían en las peñas. La playa desierta; a lo lejos, todavía mostraba el blanco de la arena.
¿Cuantas horas llevaba allí? – El sol; creo, estaba en lo alto cuando me senté en el borde de este acantilado, la roca en la cual descansaba era el punto culminante de una larga marcha sin rumbo. Sin desearlo; o quizás deseándolo, mis pasos me llevaron hasta este exacto lugar de la costa. Había sido atraído irremediablemente por una fuerza que era incapaz de descifrar.
Llegué al balneario hace algunos días, en busca de descanso, el exceso de trabajo y la soledad que me acompañaba, provocaron en mí, un cuadro de depresión que me hacía imposible seguir con mi rutina diaria. Siguiendo un poco, el consejo de amigos y las “amenazas” de mi jefe, decidí salir de la ciudad y buscar descanso para mi cuerpo y mi espíritu.
Era el final de la temporada de verano. No fue difícil conseguir habitación. Elegí un mesón con alojamiento, de apariencia tranquila y cerca de la costa. Buena comida, bebida y sobre todo discreto.
Aparqué el coche en una zona destinada al estacionamiento, y entré en el mesón jalando mi viejo “trolley”, compañero de juveniles aventuras.
La pareja de esposos; dueños del lugar, me acogió con alegría. Llené una ficha, al mismo tiempo que me preguntaban por mis gustos alimenticios, costumbres, etc. Se veía que querían que mi estancia en el lugar sea lo más placentera posible. Respondí de buen grado a sus preguntas.
Culminado el formalismo, me acompañaron a mi habitación en la primera planta. Amplia, cómoda, con un ventanal que miraba hacía la costa. Me entregaron la llave de la habitación y se fueron. Ya solo, acomodé mi ropa en el buró escritorio a un lado de la cama. Una relajante ducha fresca provocó que me quedara dormido ni bien mi cuerpo tocó el cubrecama.
El silencio era apenas roto, por el entrechocar de vasos en la planta baja. Ya era de noche. Me vestí y baje al comedor, estaba hambriento.
La planta baja se dividía en tres ambientes: el recibidor decorado con sillones y un mostrador. A un lado la escalera que conducía a la primera planta y al ático. Detrás una puerta, que daba - después me enteré - a un mini departamento en donde vivía la simpática pareja dueña del lugar. Al lado derecho del recibidor, estaba el comedor en cuyo fondo se encontraba una amplia cocina. Sobre el lado izquierdo del recibidor, una pequeña tasca, en donde los huéspedes y los vecinos venían a libar y conversar sobre los sucesos del día.
Dejé la tasca para más adelante, lo que quería era comer.
Doña Consuelo se encargaba de la cocina y atendía el comedor ayudada por un joven mozo. Había algunas parejas sentadas en la mesa. Saludé al ingresar y todos que me miraron con algo de interés, me devolvieron el saludo y siguieron con lo suyo. La cena estuvo excelente rematada con un “carajillo” que en mi vida había probado.
La mesonera me recomendó pasar a la tasca, en donde su esposo, don Fermín, se encontraba. Hacía ella caminé.
Don Fermín salió de su barra de madera, y me saludó efusivamente con la mano, indicándome que ya me atendería. Miré las mesas y escogí una mesa alejada de la algarabía de una decena de parroquianos que celebraban lo que parecía un cumpleaños. La mesa encajonada entre paredes de madera, parecía solitaria. Al sentarme, levanté la vista y quede petrificado, inerme, casi sin respiración
Mi corazón; al parecer, se detuvo por un instante y arrancó con una aceleración inusitada. Agarré fuertemente el borde de la mesa, para no caerme de la silla. Don Fermín, se acercó y dándose cuenta de mi asombro alcanzó, a decir:
- Tranquilo chaval. No eres el primero que se impresiona ni vas a ser el último. Espera, que ya te traigo algo de beber.-
Asentí sin poder separar la mirada del cuadro.
Un lienzo enmarcado en pan de oro. Una figura etérea flotando en un cielo de estrellas. Un vestido blanco vaporoso, con infinidad de pliegues y bajo el vestido una figura esbelta, delgada, de piel blanquecina, cuello estilizado, cabello largo, suelto, abierto; como meciéndose ante una imaginaria ventisca, mentón reclinado, labios finos, nariz pequeña, y como corolario unos ojos enormes, fijos, de color indefinido, una mirada penetrante que parecían querer escudriñar el fondo de tu alma.
Cuando logré despegar la mirada del cuadro, en la mesa, ante mí, había una copa de vino y un pequeño plato con tapas. No volví a levantar la vista. Terminada la copa y los bocaditos subí raudo a mi habitación.
A pesar de la experiencia sufrida en la tasca, mi sueño fue tranquilo.
La mañana empezó con un desayuno muy consistente, jamón serrano, tostadas, fruta de estación y zumo de naranja. Salí a conocer los alrededores, dirigiéndome hasta la playa que no estaba muy lejos. Caminé por el placer de hacerlo, deleitándome con el paisaje marino, enterrando los pies desnudos en la arena y siendo golpeado por la fuerte brisa. Mis pulmones se llenaban de aire, renovándome. Terminé por aceptar que fue un acierto salir de la rutina asfixiante que me estaba acabando.
La buena señora mesonera, había dispuesto unos bollos rellenos y una botella de agua. Unos tentempiés envueltos en un mantelito para degustar en un alto en mi paseo. No tenía ganas de volver pronto, así que anduve por todo el largo de la playa vacía. Después de invertir un buen rato caminando, divisé a lo lejos una inmensa construcción que miraba al mar en un promontorio. Estaba abandonada y casi destruida. Solo columnas ennegrecidas y alguna pared en pie quedaba como evidencia de lo que debería haber sido; en su esplendor, una hermosa mansión.
No me atreví a entrar, por temor a un accidente. No se veía a nadie alrededor. Las ruinas estaban situadas al inicio de un promontorio, más allá, el camino continuaba hasta llegar a un acantilado.
Continúe mi marcha. Quería llegar hasta lo alto del acantilado y probar los bollos de doña Consuelo. El empinado camino obligaba a mis piernas a realizar un esfuerzo, al que no estaban acostumbradas. Por fin; y casi sin aliento, llegué a lo alto. La vista era esplendorosa. Miré hacia abajo y una sensación de vértigo me invadió. Ya no había playa, solo rompientes enormes bañados con la espuma de las olas. Me senté en una roca y abriendo el mantelito, saque los bollos y el agua, sacié mi apetito y calmé mi sed. Se respiraba una paz y tranquilidad indescriptibles, quizás mi condición de citadino aumentaba este disfrute. Cerré los ojos y traté de percibir los sonidos que la naturaleza me ofrecía. Graznidos de gaviotas, el reflujo de la marea, el silbido del viento… y una voz; como un cantó, que llenó violentamente mis sentidos.
Abrí los ojos. Asustado, me incorporé rápidamente. No había nadie. No se escuchaba, nada salvo los sonidos naturales. Solo estaba yo, en lo alto.
Regresé tan rápido como pude, volteando cada cierto tiempo, para ver si alguien me seguía, pero no había nadie, solo el jadeo de mi respiración agitada y el tropezar de mis pasos apurados. Con el correr de los minutos me fui calmando, y al llegar al mesón concluí que mis sentidos me habían jugado una mala pasada. Tenía que ser así. No había otra explicación posible.
Entré en la tasca y sin querer volví a sentarme en el mismo sitio de la tarde anterior. Don Fermín se acercó con un par de copas y una botella de jerez. Contemplé la copa, ligeramente aflautada, tamaño medio y de pie corto. Me la entregó 2/3 llena, según dictan las normas. Estábamos solos, movió una silla y se sentó a mi lado. Brindamos por mi salud.
- Ya no miras el cuadro – me dijo de pronto – casi nadie quiere volverlo a mirar después de la primera impresión. Es doña Fátima esposa del condestable don Adrián Baerza, heredero de una familia muy antigua de Castilla.
- ¿Y qué hace el cuadro aquí? – le pregunté.
Es una trágica historia – dijo don Fermín, mientras volvía a llenar mi copa y la suya.
Llegaron a estas tierras muy jóvenes. El condestable compró tierras cerca a la playa y construyó una mansión adornada con lujo, esplendor y buen gusto. Siempre se les veía tomados de la mano, paseando por la playa, su morada era siempre punto de reunión de las familias más refinadas de la región. Se decía que doña Fátima llevaba su casa con elegancia y estilo. No tenían hijos, y eso empezó a ser comidilla de conversación en el pueblo. La muerte prematura de doña Fátima desquició a su esposo. No sabemos exactamente que pasó. El cuerpo de doña Fátima nunca apareció. La investigación oficial nunca se hizo pública.
Al cabo de unas semanas don Adrián empezó a visitar mi mesón. Venía, se sentaba en esta misma mesa, tomaba algunas copas de jerez y luego se marchaba, así día tras día. Una tarde se apareció con un enorme paquete envuelto. Apenas podía con él. Lo ayude a desenvolverlo. Era el cuadro. Me pidió permiso para colgarlo en la pared. Pensé en negarme pero al ver su rostro desencajado y con el ánimo destruido no tuve valor para hacerlo. Ayudé a colgarlo en la pared y está allí desde entonces. Como habrás visto solo desde esta mesa se le puede observar.
Escuché en silencio toda la historia. Conmovido pregunté - ¿Qué le pasó a don Adrián?
Don Fermín dudó un poco antes de responder - desapareció, me dijo. Una noche vimos a lo lejos, al rojo del fuego alzarse sobre la mansión. Nada se pudo hacer. Todo se consumió bajo las llamas. Cuando removieron los escombros no se encontraron los restos del condestable.
Quizás quemó la casa y se marchó. – continuo don Fermín.
Quizás tuvo el mismo fin que su esposa, lanzándose al mar desde el acantilado.
Un momento don Fermín, ¿no me acaba de decir que no se supo lo que le paso a la esposa?- le espeté.
Hijo- me respondió- lo que pensamos en el pueblo es que doña Fátima terminó su vida arrojándose del acantilado.
Quizás la palidez que coloreó mi rostro le llamó la atención. Don Fermín preguntó si me sentía bien. Agaché la cabeza y balbuceando le conté a don Fermín, que caminando había llegado hasta las ruinas y sobre la voz dulce, que inundó mis sentidos en la roca.
Algo de eso hay por aquí, almas deambulantes buscando consuelo para sus penas. Vivimos en tierras de espíritus. – sentenció don Fermín. – Nunca hablamos de esas cosas, es malo para el negocio. He escuchado historias contadas en voz baja. Nadie de aquí, pasea por esos lugares. No regreses por esos caminos. No son para ti. Ahora a descansar. Mañana será otro día.
Sonriendo recogió la botella y las copas. Le deseé buenas noches y me refugié en mi habitación.
Para sorpresa mía, mi sueño fue calmo.
Los siguientes días los pasé visitando los viñedos de los alrededores, saboreando las diferentes variedades de uvas que cosechaban y probando diversos tipos de vino que producían. Tanto era el desgaste físico que me ocasionaban los paseos; que, apenas llegaba al mesón caía cuan largo era en la cama.
La mañana del quinto día antes de la partida, amaneció nublado y con amenaza de lluvia. No me provocó salir. Agarré una revista cualquiera y me desparrame en una poltrona bastante gastada, pero cómoda, que estaba colocada en el pórtico del mesón. Cubrí mis piernas con una manta de algodón que doña Consuela me facilitó para abrigarme.
Al cabo de un rato, la revista cayó sobre mis piernas y me quedé dormido.
En sueños la vi.
Estaba sentado en la mesa de la tasca contemplando los ojos de doña Fátima en el cuadro, cuando este cobró vida. La imagen salió del lienzo y flotando se acercó hasta mí, extendiendo sus blancas manos sobre mis rostro.
Sentí su caricia en mi piel, sentí su respiración mientras susurraba un nombre. No, no era mi nombre principal, era mi segundo nombre y nadie me llamaba así, salvo….
Desperté agitado, sudoroso, tratando de retener los momentos del sueño o pesadilla en mi mente antes de que desaparecieran.
Corrí hacia la tasca.
Estaba desierta, temblando me acerqué al rincón. Allí inmóvil, el cuadro. Cerré los ojos y busqué en mis recuerdos más profundos, retrocedí en el tiempo una eternidad, hacia los albores de mi juventud. Llegue a un lugar que deje enterrado y al cual nunca más volví. Allí estaban, esperándome, los mismos ojos, la misma mirada. El recuerdo del primer amor brotó como agua de un manantial en el campo reseco de mi existencia.
Sonará desquiciado, pero la voz y el rostro me siguieron a lo largo de todo el día.
Esa noche no pude pegar los ojos. Tenía miedo dormir.
No recuerdo el momento en que salí del mesón, tal vez era la hora en que el alba atisbaba.
Caminé o corrí, no lo sé, pero ahora estaba aquí, sentado en el acantilado, esperando la noche, esperando volver a sentir el roce de esas manos y escuchar el susurro de esa voz.
Cerré los ojos cuando la oscuridad invadió completamente el lugar.
Esperé.
La sentí acercarse, mi corazón y mi respiración se detuvieron por un instante, su aroma me sedujo en el acto, era el olor de los bosques en primavera, era el olor de las especias del oriente, era el olor del amor.
Sus etéreas manos acariciaron mi rostro, sus labios se posaron sobre los míos en un tierno beso que fue, poco a poco, transformándose en una pasión incontrolable. Me perdí, mis sentidos se embotaron, flotaba. Quería fundirme en ese abrazo, ser uno con ella, quería que el beso durara toda la eternidad.
Los gritos rompieron el encanto, me despertaron. Abrí los ojos al mismo tiempo que la figura se despegaba de mí y se alejaba, pude ver; acaso, una triste sonrisa en medio del rostro vaporoso y su mano moverse en un gesto de despedida. Estaba de pie, a un pequeño paso de caer en el abismo.
Subiendo por la cuesta don Fermín y un grupo de parroquianos portando lamparines corrían hacia mí, vociferando como locos.
Los cuidados de doña Consuelo y de don Fermín en los días siguientes me hicieron recobrar el sentido. Quedó como una terrible pesadilla y no tocaron en ningún momento el tema.
Los días de vacaciones terminaron y con tristeza me despedí de ellos. Les debía la vida creo yo, de no ser por su auxilio, mi locura me hubiera precipitado hacia la muerte
Después de varias horas de marcha en el coche y cerca del anochecer, llegue al condominio en donde vivía. En el buzón de la recepción, las consabidas facturas, propagandas y un sobre que me hizo: al mirarlo, temblar la mano.
Entré a mi piso, encendí la luz, tiré todo sobre la alfombra y me quedé con el sobre en las manos. Tenía mi nombre como destinatario: Martín Leandro Montesa. El remitente solo mostraba un nombre: Camila. La fecha era de hace una semana. Rasgué el sobre y empecé a leer la carta.
“Hola Leandro. Espero que leer estas líneas no sean para ti motivo de incomodidad. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, éramos jóvenes, inexpertos, pensábamos que nuestros sueños bastaban para conquistar al mundo, y que las barreras y dificultades en el camino desaparecerían ante nuestro paso. La realidad fue otra y tuvimos que tomar senderos diferentes. Me he atrevido a escribirte porque cuando la recibas yo estaré muerta. Me diagnosticaron un cáncer agresivo con una expectativa de vida muy corta. Solo tuve tiempo para localizarte y llenar con mi tristeza esta hoja de papel. Quiero que sepas que siempre en mi corazón anidó un sentimiento de amor hacia ti. Sentimiento que no murió con el paso del tiempo. Hubiera querido despedirme, hubiera querido acariciar tu rostro y depositar un beso de despedida en tus labios. Pero el destino no lo ha querido así. Adiós querido mío, espero que en un pequeño lugar de tu corazón haya existido y exista siempre, un lugarcito para mí”
Caí de rodillas y estrujando el papel sobre mi pecho, empecé a llorar compulsivamente. Al cabo de un instante y elevando mi rostro sollozante, brotó desde lo profundo de mí ser, un grito, más bien, un alarido de dolor:
¡Sí, lo hiciste Camila. Sí, lo hiciste!…. En el acantilado, eras tú, quien se despidió de mí.
Ricardo Montesinos Ramos
Nota del autor: La imagen de la portada pertenece a un retrato pintado por el maestro Carlos Revilla que gentilmente autorizó su uso en este cuento.
Nota del autor: El agradecimiento a la Dra. Hilda Goldin por su colaboración en la revisión del texto.
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